Los viajes de mi familia desde Pehuajó Sud a Larroque eran contados.
Con mis hermanas vivíamos este desplazamiento por caminos de tierra como un acontecimiento excepcional.
En casa de la abuela Agustina, nuestros juegos y correrías se prolongaban hasta bien entrada la noche, horario en que mi padre anunciaba el regreso al campo.
Pero mi entusiasmo alcanzaba una altura impensada cuando la llegada de Aníbal Benítez me abría la puerta a un paseo en carretilla.
La sola presencia del amigo y la invitación a la aventura en una sola rueda, provocaban en mi candor gurí una exaltación sin límites.
Los fuertes brazos del conductor me llevaban invariablemente por las huellitas de carros y jardineras hasta la Panadería Bullón, donde las manos artesanas habían dibujado para mi hondo placer las más ricas tortas negras que recuerde mi paladar inocente.
La vuelta, con mis manos apretando la dulzura y mi boca manchada de azúcar y risas recién inauguradas, completarían la tarde más feliz de mis primeras incursiones pueblerinas.
Pasaron los años. Una mañana de noviembre, justo cuando los espinillos de la entrada al pueblo perfumaban de amarillo las almas que extraño, me llamó Susana y me contó que Aníbal había muerto.
Primero lloré. Y después me aferré al recuerdo. Y sentí por última vez los fuertes brazos del afecto, llevando a pasear en carretilla a un niño que sigue buscando la risa de los domingos, desde una plataforma de milagrerías.
ROBERTO ROMANI
Ilustración: Vicente Cúneo